Clive Hamilton, director del Instituto de Australia, uno de los foros de discusión y análisis independietes más importantes de ese país, declaró que “el capitalismo es malo para el alma.” Justamente, una de las más grandes críticas de los intelectuales al capitalismo es su vacío pasional. El capitalismo no tiene apelativo romántico. A diferencia de otras ideologías como el socialismo o los movimientos ambientalistas, no enciende pasiones. No lucha contra ningún imperialismo. No promueve héroes como el Che Guevara. No propone luchas por un mundo mejor. En el parco sistema de la economía de mercado, el futuro no está delineado por el desarrollo de utopías sino por millones de anónimos individuos que realizan sus transacciones a diario. El capitalismo puede argumentar que es el mejor sistema conocido hasta ahora por el hombre para la producción de bienes de consumo, pero eso no va a encender los corazones, no suena romántico ni idealista, no incita ala rebelión. El capitalismo produce pero no incita. El socialismo incita pero no produce.
La historia del socialismo está llena de ejemplos de terribles tragedias en todos los países socialistas. Sin embargo, su encanto sigue atrayendo a miles de jóvenes idealistas que jamás han puesto un pie en ninguno de esos países sino que fueron de vacaciones a Disney.
El socialismo, además, comparte su encanto con los movimientos ambientalistas. Ambos son controversiales y se autodefinen como alternativa al existente sistema capitalista. Ambos inspiran a los jóvenes y encienden su imaginación. Ambos son moralistas y quieren purificar a la humanidad de su profundo egoísmo y materialismo. Ambos realizan una cruzada moral en contra de un sistema capitalista que sólo persigue beneficios económicos. Ambos son apocalípticos, presumen de ser capaces de leer el futuro y advierten, como los profetas del Antiguo Testamento, que habrá catástrofes si no cambiamos nuestro estilo de vida. Ambos son utópicos, sosteniendo la promesa de redención a través de un nuevo orden social basado en una humanidad más iluminada. Y ambos descalifican a sus oponentes como materialistas, egoístas, reaccionarios, capitalistas encumbrados en clases altas carentes de sensibilidad social y agentes del imperialismo yanki. El problema con estos movimientos es que se toman tan en serio a sí mismos que han perdido todo sentido de la ironía. Expertos en cambio climático y calentamiento global dan la vuelta al mundo en sus jets privados para dar conferencias sobre cambio climático y calentamiento global y las organizaciones antiglobalistas coordinan sus actividades utilizando métodos de comunicación global.
El aburrido capitalismo no puede competir con tanta emoción. ¿Dónde está el romanticismo en levantarse, ir a trabajar, volver al hogar, mantener una casa, criar una familia, pagar impuestos y sentarse en un sillón a mirar televisión? ¿Cuál es la cruzada moral de comprar y vender, de producir y consumir, de depositar dinero en el banco? Es en ese sentido en que el capitalismo es desalmado. El socialismo representa luchas, revoluciones, tomas de poder y cambios sociales. El capitalismo representa la vida diaria, burguesa y capitalista.
Para saber si el capitalismo es realmente “bueno para el alma” (una expresión muy subjetiva, por cierto) nos conviene examinar la cuestión metafóricamente, más que teológicamente. Desde ese punto de vista, el que corresponde al contexto de nuestro análisis, afirmar que algo es bueno para el alma implica puntualmente que ese algo ha acrecentado nuestra capacidad para que la vida sea mejor. En esta interpretación menos literal y más secular de “alma,” el capitalismo arrasa con todos los premios. ¿Qué rival tiene?
Desde los tiempos de Adam Smith, sabemos que el capitalismo trae aparejada la ganancia para todas las partes involucradas. Esto es obvio en la relación entre productores y consumidores, porque los beneficios generalmente van a aquellos que se anticipan a lo que otras personas quieren y entonces lo entregan al menor costo posible. Pero también es válido en la relación entre empleadores y empleados. Uno de los elementos más siniestros del marxismo es sugerir que esa relación es intrínsecamente antagónica: para obtener beneficios, los empleadores deben forzosamente reducir los salarios. Eso no es verdad. Eso es sencillamente una patraña. De hecho, los trabajadores en los países capitalistas avanzados prosperan cuando sus empresas incrementan los beneficios. Ir en pos de las ganancias resulta en condiciones de vida más altas para los trabajadores así como en más y mejores productos y servicios para los consumidores.
La forma en que esto ha acrecentado la capacidad de la gente para vivir una vida mejor se puede ver en la espectacular reducción de los niveles de pobreza de todo el mundo. En 1820, el 85 por ciento de la población mundial vivía con el equivalente actual de un dólar por día. Para 1950, esa proporción había caído al 50 por ciento. En la actualidad, es inferior al 20 por ciento. La pobreza mundial ha caído más en los últimos 50 años que en los anteriores 500. Esta dramática reducción de los niveles de pobreza no se debe a las políticas socialistas de redistribución de la riqueza sino al capitalismo. Para poner este extraordinario logro en perspectiva, la expectativa de vida en los países más pobres al final del siglo veinte era 15 años mayor que la expectativa de vida en el país más rico del mundo –Inglaterra- al comienzo de ese siglo. Y si bien es cierto que el capitalismo no necesariamente es garantía de libertad y de democracia, también es cierto, como puntualizaba Milton Friedman, que dichas condiciones jamás se encuentran en la ausencia de una economía libre. Históricamente, el capitalismo sacó a la humanidad del feudalismo medieval. Cada vez que el hombre hace un movimiento, lo hace hacia el capitalismo, no alejándose de él. Nadie saltó nunca el muro de Berlín de Oeste a Este y no hay oleadas de refugiados que se desplacen de Corea del Sur a Corea del Norte.
Pero el capitalismo ha llegado demasiado lejos, dicen sus detractores. Nos hemos vuelto demasiado materialistas, demasiado ambiciosos. Nuestra preocupación por el dinero ha invadido cada rincón de nuestras vidas y estamos tan obsesionados con el consumo que hemos perdido de vista todo sentido de auténtica realización. Como resultado, somos cada vez más infelices e insatisfechos y, por lo tanto, es hora de detenerlo. En ese sentido, Hamilton asevera que “hay un problema con un excesivo materialismo que comenzó en la década del ’80.”
Siguiendo, entonces, ese razonamiento, ¿qué habría pasado si el capitalismo se hubiera detenido, por ejemplo, en 1985? Internet no sería el único avance que no existiría de haberse impuesto esa ideología antiprogreso económico, antimaterialista y anticapitalista. Tampoco habría notebooks, ni Iphones, ni siquiera las convenientes y económicas tarjetas telefónicas actuales. No habría CDs, ni DVDs, ni i-Tunes, ni cámaras digitales. No tendríamos televisores plasma. No existiría la navegación satelital. No habría twitter, ni chat ni e-mails. No habría autos híbridos y casi nada de energía solar o eólica. No se habría descubierto el genoma humano. No se habría avanzado en el tratamiento de Alzheimer y de sida. No habría cultivos transgénicos.
Naturalmente, la humanidad pudo vivir perfectamente hasta que llegaron todas esas cosas, pero lo que nadie puede ni remotamente argumentar es por qué sería bueno para el alma privarse de ellas. ¡Hasta los hippies las tienen!
Y si “el problema con el excesivo materialismo” continúa, lo más probable es que todos esos extraordinarios logros e inventos sean aún más perfectos en el futuro.
Ningún sistema económico puede garantizar el progreso o la felicidad. Todo lo que podemos exigir, razonablemente, es que se den las condiciones necesarias que nos permitan construir vidas felices y prósperas para beneficio nuestro y de quienes nos rodean. En ese sentido, el capitalismo ha pasado las más severas pruebas de control de calidad. Y lo ha hecho con honores. En virtud de apuntalar un sistema transparente de derechos de propiedad privada, el capitalismo ofrece seguridad individual, permite que la gente interactúe libremente formando vínculos familiares, grupos de amistades y foros de intereses comunes; y maximiza las oportunidades para realizar el potencial humano a través de trabajo y motivación para realizar las más diversas actividades.
Marx argumentaba que las condiciones de la felicidad humana no podían ser satisfechas en una sociedad capitalista. Su teoría de la “miseria del proletariado” sostenía que el capitalismo ni siquiera podía garantizar la provisión de refugio y comida porque la pobreza de masas, la miseria y la ignorancia eran las inevitables consecuencias de la acumulación de capital por parte de una pequeña clase capitalista dominante. Hoy sabemos que Marx estaba espectacularmente equivocado. Los trabajadores no sólo ganan un sueldo digno sino que poseen confortables hogares, tienen participación y en las compañías que los emplean, van a la universidad, ascienden posiciones y establecen sus propios negocios. La “clase proletaria” de Occidente ha estado tan ocupada en expandir sus horizontes que ya se ha olvidado del mandato histórico de derribar al capitalismo. De hecho, no son proletarios sino propietarios.
Este triunfo del capitalismo de masas dejo muy mal parados a los marxistas, hasta que en la década de 1960, el filósofo alemán Herbert Marcuse postuló que el capitalismo sí proveía a la masas de sus necesidades, pero que en realidad eso los priva de cualquier significado y propósito en sus vidas. Marcuse sugería que la publicidad engendraba “falsas necesidades” por los bienes de consumo que el capitalismo provee, mientras que los verdaderos y más profundos deseos permanecían “sublimados” e incumplidos. La clase trabajadora está “alienada” porque todas las experiencias están mediatizadas a través de esta vacía consumición de productos.
¿Por qué no se ponen de acuerdo? Mientras Marx decía que el capitalismo no puede suministrar a la gente los bienes que necesitan, Marcuse se quejaba de que les suministraba demasiados.
Quizás el mayor atractivo de vivir en una sociedad capitalista no sea que la economía funciona, sino el hecho de que podamos escribir libros criticando al capitalismo y venderlos para ganar dinero en esa misma sociedad capitalista. Es lo que hacía Marcuse, que vivía en Estados Unidos.
Hay una tendencia humana a creer que podemos diseñar –y eventualmente imponer- mejores sistemas que aquellos que la evolución nos ha legado. Desconfiamos de los sistemas evolucionados, como los mercados, que parecen funcionar sin dirección personalizada de acuerdo a leyes y dinámicas que, en realidad, nadie entiende plenamente. Nadie planeó el capitalismo global, nadie lo conduce y nadie realmente lo comprende. Esto ofende particularmente a los intelectuales, porque el capitalismo los vuelve redundantes. Se las arregla perfectamente sin ellos. No los necesita para funcionar, ni programar ni coordinar nada. Los críticos intelectuales del capitalismo creen que saben lo que es mejor para nosotros, pero millones de personas interactuando en el mercado continúan desairándolos. Esta, en última instancia, es la razón por la que creen que el capitalismo es “malo para el alma:” satisface las necesidades humanas sin su autorización.