En tiempos de excesiva e iracunda polarización política, de inmediatez, de frivolidad, de maximalismos y de dogmas florecientes, se hace más necesaria que nunca la claridad de ideas que puede otorgar una mente despejada, una mirada limpia que haya sido educada con libros, certezas, dudas, debates y cultura.
No es sencillo en una realidad cambiante, de estímulos fáciles y perecederos e información de usar y tirar, que llega ya caduca cuando declina el día.
El carácter independiente, el navegar por libre entre las orillas de fuego cruzado, la capacidad de poder ser crítico con cualquier partido al margen de las siglas que lo sustenten, suele acarrear tanta soledad como enemigos en ambos frentes. Como en una eterna e inacabada guerra civil, la sociedad española te obliga siempre a elegir. A posicionarte. O conmigo o contra mí. O rojo o fascista.
Y no se trata de ser falsamente equidistante (de hecho, en aspectos como la defensa del Estado de derecho o las libertades individuales no cabe tibieza alguna) sino de no comprar packs ideológicos que venden a voz en grito los vendedores de recetas infalibles, destinados a un público de más desventurado intelecto.
Lo contemplamos en el auge del populismo bolivariano y su penetración en España, cuando un electorado mayoritariamente joven, universitario, de supuesta y robusta preparación académica, aceptaba de buena gana, e incluso con devoción poco disimulada, la irrupción de un sacamantecas de matriz totalitaria como Pablo Iglesias. El de Galapagar no es la causa, es el síntoma. La evidencia de una sociedad infantil, con pocas hechuras culturales, capaz de otorgar su confianza y su lealtad a predicadores tan chuscos que producen, a partes iguales, bochorno y vergüenza ajena. Con él venían el siniestro Monedero, el pretencioso chavista Errejón y el inclasificable Echenique. Que un plantel así te consiga colar su chatarra mesiánica es una nefasta imagen para esa generación que, dicen los simples, supone la mejor preparada de la historia.
A su vez, los más tontos de cada casa siempre dan por hecho que oponerse de manera taxativa a este engendro devenido en organización delincuencial te sitúa sin lugar a dudas del lado del fascio. Tal simpleza de argumentario deja al descubierto una estupidez congénita y aborrecible. Desesperados por no poder endosar a uno en partido concreto, y al no tener afiliación conocida, tratan de poner toda clase de etiquetas y estereotipos. Ocurre de la misma manera con la idea de una sociedad secularizada, que suele chocar con las convicciones más cerriles de los obcecados religiosos.
El sectarismo militante hace que muchos pobres diablos salgan exaltados a defender a su político predilecto, aunque esté inmerso en un incontestable lodazal de corrupción o haya quedado patente su nula humanidad, su fariseísmo, doble moral o hipocresía. Lo hacen como si de ello dependiera el sustento de la prole, con la fe ciega e inquebrantable del fanático.
Verbigracia, no son pocos los que se afanan en ser palmeros de un Gobierno negligente y criminal en la gestión de la pandemia, y así lo indican pruebas fehacientes que enseñan la parte más lóbrega de las decisiones. Aún así, pese a las evidencias de la catastrófica gestión, prefieren seguir dándole la espalda a la realidad y empecinarse en glosar al Ejecutivo, por puro integrismo político.
Sin una adecuada formación en historia de España y en los procesos nacionalistas (todos ellos reaccionarios) tendremos a supuestos progres maravillados por la fluidez oratoria de dirigentes del PNV o considerando gracioso y necesario a Gabriel Rufián.
Si los conceptos que conforman un individuo están cogidos por los pelos, acabará el bobo ibérico creyendo que el etnicismo vasco es algo progresista y que el supremacismo catalán obedece a una realidad de opresión españolista.
La corriente racional y el librepensamiento son vías para conseguir quebrar todos esos aspectos perniciosos que envenenan mentes y conciencias.
Un sujeto de derecho, un ciudadano libre en plenas facultades, sabrá identificar los engaños y las trampas que interponen con afán de minar su integridad reflexiva.
La defensa del individualismo no es una cerrazón egoísta, es la manera más eficaz de rechazo a los colectivos y los corsés ideológicos. La persona frente a la masa. Y la masa, ya sabemos, nunca piensa.
Periodista y diplomado en Guión, desde muy pequeño interesado en la escritura y el cine, me hice miembro del Club de los Viernes, del que actualmente soy presidente, por un compromiso ineludible con los derechos civiles, el sentido de ciudadanía como igualdad, la libertad lingüística y la democracia liberal despojada de nacionalismos identitarios y populismos regresivos.
Director de La Trinchera Digital.