La insistente y omnipresente “información” –propaganda- mal llamada ecologista o verde que, generada en oscuras entidades globales, es distribuida por gobiernos y medios de comunicación, y exhibida por grandes empresas que parecen muy concienciadas, se centra en alertar de la emergencia climática y en la importancia de cambiar el modelo energético hacia fuentes menos “contaminantes”. Todos sus postulados, y en particular sus frases o eslóganes más comunes, son incorrectos o falsos. Y cuando se hacen con conocimiento, mentira. Veámoslo.
No salvan el planeta. Lo cierto es que, considerando una escala temporal larga, a la Tierra, nuestro planeta, le da igual que su temperatura media suba un grado o dos en cien años, o que la concentración de CO2 en la atmósfera sea de 300 o de 500 ppm. Le cayó un meteorito que extinguió a los dinosaurios y aquí sigue. De hecho, históricamente, los periodos de temperaturas más cálidas que las actuales, sin casquetes polares, parecen haber sido mucho más duraderos que los fríos, como el actual postglaciar, o que los realmente gélidos, con casi toda la Tierra congelada. Supondrá unproblema para algunas especies y algunos humanos, pero no para el “planeta”.
Y a corto plazo, lo que haga occidente, la UE, y particularmente España, es indiferente. Nuestras emisiones de gases de efecto invernadero son en la práctica ridículas en comparación con el resto del mundo. Cambiar nuestros eficientes coches diesel (la maquinaria pesada queda al margen) por coches eléctricos (los híbridos emiten más CO2 que los diesel en carretera) carece de efecto ante lo que hacen dictaduras comunistas y muchos países en desarrollo.
No son menos contaminantes. Una de las más absurdas insinuaciones es la de que un mecanismo que emite menos CO2 es menos contaminante. Los gases de efecto invernadero, por ejemplo el vapor de agua o el dióxido de carbono, no presentan en sus concentraciones atmosféricas posibles efectos nocivos para la salud de las personas o el medio ambiente, que es lo que es en rigor un contaminante. De hecho el segundo es uno de los principales alimentos de las plantas, las verdes. No hay que negar que es muy probable que el actual incremento de CO2 en la atmósfera tenga un importante componente antrópico, y que sería deseable reducir la emisión de ese tipo de gases, pero no por eso contaminan. Es más, cuando se habla de coches contaminantes en ciudades se ignora deliberadamente que un diesel moderno, con sus catalizadores, no emite en la práctica gases contaminantes.
No son verdes. He aquí una palabra clave. Entre varios orígenes de la analogía entre verde y ecológico no hay que obviar la influencia de los movimientos alemanes, luego grupos políticos, que utilizaron y popularizaron esa palabra como sinónimo. El daño que han hecho campañas iniciadas por ellos como la famosa “nuclear, no gracias” es tremendo. Sin duda Alemania, ese país admirable en muchos aspectos, es el principal culpable de la locura energética “progre ecologista”, que condiciona a Europa. Quizás por influencia de la parte sovietizada, probablemente corrupción o financiación directa, su política energética es la más incongruente y absurda posible, pero con soberbia “woke” lo niegan. Carbón no pero gas sí; nuclear nada, pero muchos molinos en bosques históricos; y así.
Dejando al margen estos desvaríos hay que volver a centrarse en las mentiras de los eslóganes, y si una destaca es la de verde. A ver, eso es un color, y su uso ecologista se debe a las plantas. Más bosques, más matorrales y praderas, más verde, sea ese el color durante un año o unos meses, según el clima. Por lo cual, si elimino unas pocas hectáreas de terreno natural para una central nuclear, o una térmica de carbón, elimino mucho menos verde que si para obtener la misma energía destrozo varios kilómetros de cordilleras poniendo molinos de viento o algunos miles de hectáreas con parques fotovoltaicos. Que sí, que no se duda que suponen independencia energética, dentro de su irregularidad, y que emiten poco CO2, pero son mucho menos verdes que casi cualquier otra tecnología por el hecho directo de que hay que destruir enormes superficies de terreno natural, de verde, para implantar suministros de energía tan poco densos.
No son ecológicas. La ecología en realidad es la ciencia que estudia los seres vivos como habitantes de un medio, y sus relaciones. Cuanto más medio destruya, menos ecológica será una instalación. Las minicentrales hidroeléctricas, que secaban un río durante kilómetros, son un ejemplo asimilable a las barreras de aerogeneradores y a las enormes extensiones de paneles solares que eliminan un medio natural en mayor medida que fuentes energéticas más intensas.
No son naturales. O sí lo son. Vamos, que si al gas retenido en el subsuelo y obtenido por explotación de sus depósitos mediante técnicas más o menos convencionales se le llama gas natural, del mismo modo habría que hablar del carbón natural y del petróleo natural. Esa división entre lo natural y no natural, específica de la energía, es realmente ridícula. ¿De qué deriva, de la intervención humana? Pues entonces esos combustibles fósiles, parientes de la leña, serían más naturales que las energías eólica o solar, con sus aparatos tecnológicos ocupando cientos de hectáreas, aunque sin duda estas sean más duraderas, lo que viene llamándose renovables o sostenibles.
En resumen, orientarse a las llamadas energías renovables, que aportan soberanía energética, permanencia en el tiempo, y bajas emisiones de gases de efecto invernadero, parece adecuado, pero sabiendo que al planeta le importan un bledo, y que no son tan ecológicas. Y para compensar su irregularidad y abuso de territorio no estaría mal apoyarse en otras fuentes más potentes – nuclear, fracking, térmicas de carbón- que por mala fama que tengan, con adecuado control ambiental, son mucho más verdes.