– Mi hijo saca mejores notas cuantas más hojas de caligrafía hace.
– ¿No depende de su letra?
– No, solo del número de hojas, es un colegio keynesiano.
En el ámbito económico, la acción humana se enfrenta con tres problemas fundamentales:
- Eficiencia. Hacer bien las cosas. Tiene que ver con cómo se hacen las cosas.
- Eficacia. Hacer las cosas correctas. Tiene que ver con qué cosas se hacen.
- Efectividad. Hacer bien las cosas correctas. Tiene que ver con cómo se hacen las cosas correctas
La efectividad es el objetivo último de toda acción humana. Es la fuente de la prosperidad; lo más difícil de conseguir.
Para Frederick Hayek “existe un conjunto de conocimientos muy importantes pero desorganizado que no puede llamarse científico en el sentido del conocimiento de reglas generales: el conocimiento de las circunstancias particulares de tiempo y lugar.” Es un conocimiento contextual, especializado en valorar y priorizar la utilización de recursos escasos; un conocimiento tácito que solo es posible adquirir a través de lo que Kenneth Arrow llamó “aprender haciendo.” Y no hay forma de organizar ese conocimiento difuso, disperso y esquivo, porque, al hacerlo, deja de existir. No se puede aprehender ni encapsular en ningún texto, menos aún en fórmulas o ecuaciones; algo incómodo, que muchos intelectuales son incapaces de aceptar. Keynes es su paradigma.
El keynesianismo propone sustituir los problemas del qué y cómo utilizar los recursos, por el de cuántos recursos utilizar; la calidad por la cantidad; problemas reales, por categorías estadísticas. De esta forma, ignora los fundamentos de la acción humana. Su tesis: para mejorar la economía basta con hacer más… cualquier cosa. Una apuesta ciega a un plazo desconocido.
“Todo gasto impulsa la demanda agregada […] El endeudamiento para hacer gastos ruinosos puede enriquecer a la comunidad. La construcción de pirámides, los terremotos y hasta las guerras pueden servir para aumentar la riqueza […] Abrir hoyos en el suelo pagados con nuestros ahorros incrementará no sólo el empleo, sino la renta nacional que deriva de la producción de bienes y servicios útiles.” Así de simple. Así de falso.
Del error se puede salir, pero de la confusión no. Y la confusión es lo que Keynes nos propone. La teoría keynesiana ignora el problema epistemológico fundamental de la economía: antes de producir hay que descubrir de qué producto o servicio puede existir una demanda no satisfecha (hacer las cosas correctas) Además, hay que investigar cómo producirlo con un coste menor que su valor, en cada momento y circunstancia (hacer bien las cosas) Este conocimiento solo se puede obtener en el mercado.
Los mercados no nos hacen más ricos; nos hacen más sabios. Nos enseñan cómo producir riqueza, señalando los mejores usos prácticos en cada tiempo y lugar del conocimiento acumulado por el ser humano. Su lenguaje es el sistema de precios. Esta información nos permite establecer prioridades en función de su relación coste utilidad. Nos pone al mando de nuestro destino. Transforma el porvenir en el “por hacer” de Julián Marías. El mercado nos enseña cómo optimizar el orden en que se suceden las cosas en la ruta de la prosperidad. El keynesianismo destruye ese conocimiento. Así dificulta la creación y reparto espontáneo de riqueza, producto de la asociación voluntaria y dispersa entre trabajo, ahorro e ideas.
Lewelynn Rockwell sintetiza con maestría la filosofía de Keynes: “Se propuso dividir el mundo en dos amplias clases de personas: consumidores estúpidos cuyo comportamiento está determinado por cualquier fuerza externa, y ahorradores que frenan el crecimiento económico. El trabajo de la política del Gobierno es incitar al primer grupo a un conjunto de comportamientos y casi destruir al segundo.”
La economía se ocupa de la asignación de recursos escasos para producir los innumerables productos y servicios que son demandados en el mercado. Keynes propone multiplicar los recursos, mediante la expansión artificial e indiscriminada del crédito, y reducir la variedad de la producción, concentrándola en los promovidos por los planes estatales y sus derivados. Una economía basada en no economizar. La economía del gasto. Del malgasto.
El keynesianismo es un virus letal para la prosperidad. Es la pandemia de la riqueza. Así ataca a sus principales funciones vitales:
- La diversidad de la producción. La intervención del Estado tiende a uniformizar los productos y servicios. Introduce incentivos perversos que reducen su diversidad, provocando un fenómeno conocido como choque común o contagio en el mercado: cuando un activo en poder de muchas empresas pierde repentinamente un valor sustancial, se produce una crisis. Este fue el caso de la recesión del 2008, cuando los valores respaldados por hipotecas privadas promovidas por el Gobierno americano, en manos de gran cantidad de inversores, se desplomaron de forma repentina.
- La flexibilidad de la producción. El conocimiento práctico está disperso y es muchas veces tácito. No puede ser recogido ni utilizado adecuadamente por un planificador central. La burocracia estatal impone a los agentes del mercado planes y regulaciones basados en información estadística que destruye ese conocimiento, impidiendo el ajuste de la oferta a la demanda de forma dinámica y eficiente. Esta intervención hace inviables muchos proyectos, y acaba provocando el cierre de negocios que habrían sido fuentes de riqueza.
- El ahorro. Frente a la lógica interna de la actividad económica, los recursos son escasos y un ahorro suficiente debería preceder a la inversión, Keynes se saca de la chistera la teoría opuesta. Para ello presenta al Estado como ese dios creador de “riqueza” artificial mediante el déficit y la expansión indiscriminada del crédito. Así es posible acometer cualquier inversión sin necesidad de ningún ahorro previo. De este modo desafía a la naturaleza. No para dominarla; sino para intentar cambiarla.
La pandemia que vivimos, está demostrando la inutilidad de esta arrogante pretensión. Como cualquier cisne negro en un mundo keynesiano, esta plaga se está cebando con una economía indefensa. Inmersa en una burbuja de deudas y déficits, se encuentra inerme, sin margen para reaccionar. Sin duda el ahorro, o un menor endeudamiento público, habría sido la mejor vacuna para resistir este zarpazo de las fuerzas naturales. Una economía más libre, menos intervenida, más flexible y diversa, hubiera sido el mejor tratamiento para resistir y superar la enfermedad.
Pero Keynes odiaba el ahorro. Seguramente porque su conocimiento sobre la naturaleza y los mecanismos de formación del capital era muy superficial. Por eso pensaba que podría crearse ilimitadamente de forma artificial. Consideraba al oro, reserva de valor durante siglos, como una “bárbara reliquia”. Inmenso error; si el hombre prehistórico hubiera antepuesto el consumo a la producción, todavía seguiríamos comiendo carne cruda.
Keynes reniega de este acervo milenario, y nos propone financiar con crédito cualquier actividad, hasta la más absurda, para acabar con la “capacidad productiva ociosa” ¿Cómo? “Fabricando” dinero. Dinero fiat. Su etimología latina lo dice todo: “hágase”. Directamente. Mucho más fácil.
Pero la verdadera fuente del consumo es la producción; no el dinero. El dinero no es un medio de pago; es un medio de intercambio. Intercambiamos productos y servicios… utilizando dinero. Lo importante es la complejidad de la economía; la calidad y variedad de los bienes producidos a nuestra disposición. La riqueza es incremento de complejidad; reducción de ignorancia. Si imprimiendo billetes fuésemos más ricos, atrasando la hora viviríamos más.
Keynes concibe el Estado como un deus ex machina. El Dios desde la máquina que pretende corregir los “fallos” del mercado. Tarea imposible para quien no dispone, no puede disponer, del conocimiento adecuado. Así impone por la fuerza soluciones ajenas u opuestas al curso natural de las relaciones económicas entre los individuos, ralentizando el progreso.
El hombre nuevo keynesiano vive el momento. Confiado en las inagotables fuentes artificiales de falsa riqueza que se le ofrecen en el presente, se convierte en un consumidor compulsivo despreocupado del futuro, entregado al carpe diem. Tras siglos de evolución en los que los seres humanos aprendieron el valor imprescindible del ahorro, de la represión del consumo presente como medio para el progreso, el nuevo progresismo niega esta premisa. Mientras que el marxismo destruye la economía en muy poco tiempo, el keynesianismo lo hace mucho más lentamente. Por eso es tan peligroso. Murray Rothbard lo advertía: “Hay una cosa buena sobre Marx: no era un keynesiano.”
En el fondo el keynesianismo nos propone, sin decirlo, que nuestros hijos vivan peor de lo que podrían, a cambio de que nosotros vivamos mejor de lo que deberíamos. Como gran instrumento de insolidaridad inter generacional, ciega nuestras conciencias, especialmente la del sacrificio y amor por nuestros hijos, mientras nos seduce con espejismos y ficciones fruto de una teoría tan oscura como absurda.
En un mundo inundado de abundancia vacía, cabalgamos ciegos hacia el abismo a lomos de una avalancha de deuda. Tejiendo y destejiendo siempre el mismo hilo, el tiempo se detiene. Es la eternidad keynesiana, deshumanización lenta y progresiva del hombre; un virus que infecta y enrarece la atmósfera de la prosperidad. Una pandemia todavía sin vacuna.