Habitamos desde hace décadas en Occidente, una forma político-institucional, que erróneamente, es caracterizada, en forma inacabada, incierta o inconclusa, por la semántica académica que acendrada en conceptos de siglos atrás, demuestra su estado esclerotizado y perimido. Sin ningún lugar a dudas, que desde el cese de la tensión del período que se dio en llamar la guerra fría, el eje de lo que se precia, casi inercialmente, de lo democrático, está sustentado, o consustanciado con la pobreza, con el sujeto histórico de este tiempo que es sin duda el pobre. Un pobre que puede ser tanto material, efectivo o asequible, como un pobre moral, espiritual o conceptual. Arriesgaríamos a decir que en verdad habitamos un estado político e institucional que deberíamos llamar “Pobrismo”. De ese estadio, debemos avanzar a la organización de tal conceptualización para tomar de cada facción del colectivo en que nos conformamos, en un sistema que nos resulte más vinculado con nuestra humanidad fundamental.
Riesgo.
Desde donde se propone la “aporofilia”, la pobreza es la regla, como en muchas aldeas consideradas del tercer mundo o en vías de un desarrollo que nunca llega, lo cierto es que nos hemos enamorado de nuestras carencias, estamos anestesiados, embelesados, atontados, en el estado de enamoramiento que no permite más reacción que la de quedarnos anonadados ante el fenómeno y no hacer más nada con ello, qué el manifestar una suerte de reacción, resignada, romántica y enamoradiza ante la pobreza, a la que terminamos de hacerla parte integrante, fundamental e inmodificable de nuestra vida colectiva.
Este amor patológico, nos determina incluso a creer en la inevitabilidad de una pobreza de la que estamos convencidos, irracionalmente, emocionalmente como imposible de afrontarla y por ello de cambiarla.
Desde hace décadas que los números que estadísticamente nos demuestran el estrago doloso de nuestros corpus sociales, de mantener índices que van entre el tercio y la mitad de la población sumida en la pobreza, sin que tengamos reacción positiva o de cambio ante ello, nos habla a las claras que estamos ante un fenómeno que trasciende lo económico y lo social.
La aporofilia, es la razón cultural, por la cuál, no hacemos más que adorar, cuál culto sacrosanto, la condición en la que tantos seres humanos subsisten en la indignidad de luchar minuto a minuto para alimentarse bien o para contar con otras necesidades básicas que se satisfagan más por azar que por necesidad.
Diagnóstico.
Desde hace un tiempo que el consumo (al punto de que ciertos intelectuales, definan al hombre actual como “El Homo Consumus”) y su marca, o registro, es la medida del hombre actual, como de su posicionamiento o razón de ser ante la sociedad en la que se desarrolla o habita. Somos lo que tenemos, lo que hemos logrado acumular, y no somos, mediante lo que nos falta, en esa voracidad teleológica o matemática de contar, todo, desde nuestro tiempo, a nuestra infelicidad. Arriesgaremos el concepto de una existencia estadística, en donde desde lo que percibimos, de acuerdo al tiempo que trabajamos, pasando por lo que dormimos, o invertimos para distraernos, hasta los números en una nota académica, en un acto deportivo, en una navegación por una red social para contar la cantidad de personas que expresan su satisfacción por lo exteriorizado, todo es número. Nos hemos transformado, en lo que desde el séptimo arte se nos venía advirtiendo desde hace tiempo en sus producciones de ficción. Somos un número, gozoso y pletórico de serlo. El resultado final de lo más simbólico de la democracia actual, también es un número (el que obtiene la mayoría de votos) sin que esto tenga que ser lo medular o lo radicalmente importante de lo democrático. Sabemos que el todo es más que la suma de las partes, desde lo metafísico, desde lo óntico, incluso desde lo psicológico. Pero hasta ahora no hemos aplicado tal principio en la arena de la filosofía política
No existe, en nuestra modernidad, más que dos clases de hombres, los que tienen y los que no. Los que no son pobres y los que lo son. Ante esta existencia estadística, es muy fácil determinar los parámetros en los que se asienta el límite para catalogar quiénes son pobres y quiénes no. Organismos internacionales, solventes jurídica y monetariamente, pueden unificar criterios para establecer la suma o la cantidad que precise un ser humano, diaria o mensualmente, para ser o no ser considerado pobre. Esta cuestión metodológica es la más fácil de zanjar, por más que puedan existir varios tecnicismos para ello.
Hasta aquí nos alcanzó para lo más sencillo, definir la pobreza clásica, convencional, asequible, material. Tendremos que vérnosla con la otra pobreza, con la que tal vez permita aquella (sería harina de otro costal, ya discutida por otros autores) pero más allá de esta aporía, tan real y consistente y con la que necesariamente se define el cuadro completo de pobrismo en el que habitamos.
“El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado”. (Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, Papa Francisco). No debe haber ningún otro jefe de estado en la actualidad, y difícilmente a lo largo de los últimos años que haga tanto eje acerca de la pobreza o del pobrismo, tal nuestra caracterización. Como acabamos de observar la pobreza espiritual, la invisible, la conceptual, es la contraparte de la otra (o condición necesaria como suficiente), de la que la gran mayoría, sobre todo en política, decimos avocarnos, preocuparnos o encargarnos, con resultados, que progresivamente parecen ser cada vez peores, de mayor confrontación o segregación entre unos y otros, pobres dentro del pobrismo al que parece que estamos condenados.
Tal como expresamos, las categorías de la filosofía política para continuar determinando sistema de gobiernos como los que toleramos, no hacen más que contribuir a la confusión que otorga galardones a las estrellas del mundo académico intelectual que lucran con la misma, enfangando lo que debería ser una profusa dedicación teórica para tener un sistema mejor, en una discusión bizantina con autores fallecidos que perviven en el memorial de esas bibliotecas a los que sólo acuden estos, obligando a sus educandos a revivirlos, bajo lecturas soporíferamente obligatorias.
Propuesta teórica.
La democracia como definición conceptual debe ser revisada, redefinia y reconvertida. De hecho en Occidente, creemos tenerla incluso cuando funciona a la par de sistemas que en su definición clásica no podrían convivir con ella, como por ejemplo la monarquía. No es antojadizo este señalamiento de contradicción flagrante, pues desde lo que se da en llamar el “anarcocapitalismo” uno de sus máximos exponentes, considera a lo monárquico, mucho mejor, en términos generales y teleológicos que lo democrático. ¿Monarquía antes que democracia? En su obra “Democracia, el dios que fallo” Hans Hermann Hoppe expresa con claridad académica y meridiana: Si el “estado” es el monopolista de la “jurisdicción” lo que hará es, más bien, “causar y provocar conflictos” precisamente para imponer su monopolio. La historia de los estados “no es otra cosa que la historia de los millones de víctimas inocentes del Estado, ciento setenta millones en el siglo XX”. El paso de la monarquía a la democracia implica que el «propietario» de un monopolio hereditario -príncipe o rey- es derrocado y cambiado, no por una democracia directa, sino por otro monopolio: el de los «custodios» o representantes democráticos temporales. El rey, por lo menos, tendrá baja preferencia temporal y no explotará exageradamente a sus “súbditos” ni su patrimonio, ya que tiene que conservar su “reino”. Los políticos habituales del modelo del Estado democrático actual compiten, no para producir un bien, sino para producir “males” como el aumento de: 1) los impuestos, 2) del dinero fiduciario, 3) del papel moneda inflacionario, 4) de la deuda pública, 5) de la inseguridad jurídica por el exceso de legislación, y 6) las guerras, que se han convertido en ideológicas y totales desde la intromisión de los EEUU en la Guerra Mundial I hasta la Guerra de Irak II. “Del mismo modo, la democracia determina la disminución del ahorro, y la confiscación de los ingresos personales y su redistribución”.
Nosotros y a título de resumen del presente introito o consideración general de la pobrecracia, consideramos que lo trascendental, o lo urgente y necesario, no pasa por las definiciones de los que pueden tener la tutela, la representación o lo formal de gobierno. Los pobres espirituales para definirlo en términos de pobrismo, da igual que se declaren o actúen bajo supuestas democracias o aclamatorias de mayorías o por imperio de lo monárquico. Lo sustancial es como organizar la pobreza real, material, la asequible, como sacarla de su condición conceptual, no como darle trabajo o matarle el hambre, que eso en definitiva terminará, si hacemos lo primero, siendo lo más rápido y sencillo que solucionaremos.
¿Quiénes representan a los que viven por debajo de la línea de la pobreza? ¿Acaso el mismo estado, en su representación e institucionalidad, que los somete a la indignidad de no generarles la posibilidad de que puedan salir de tal piélago de la marginalidad sin límites? ¿No constituirán acaso, la marea de pobres, desperdigados por los diversos rincones del mundo, una nación que en la petulancia de su naturalidad, no pueda organizarse social, política ni teóricamente?¿No debería imperar, un categoría política que imponga, o en el mejor de los casos, disponga de la existencia efectiva y real de esta nación, apátrida pero con la firme necesidad de que emerja en forma prístina y contundente, bajo una declaración o manifiesto, la voz de los que necesitan, con premura y urgencia, volver a ser considerados humanos por quiénes nos decimos sus pares?
La organización de los estados, nunca se ha realizado mediante factores, específicamente económicos, pese a que a lo largo y a lo ancho de todas y cada una de las historias que forjen de sí mismas, tendrán inequívoca y principalmente que ver con lo económico. Ni cuestiones culturales, idiomáticas, étnicas o religiosas debieras ser más determinantes, para organizar a un conjunto de habitantes de un espacio dado (cuando el espacio físico, compite o se dispersa en otro tipo de espacios como el virtual, el imaginario o el simbólico) que la razón económica o que la realidad de cuantos de sus respectivos integrantes tienen para comer, para subsistir y cuántos de ellos no. Sí una organización supracional que se precie de respetar o de hacer respetar los derechos universales del hombre existiera, debiese, inmediatamente, forjar a la constitución o el andamiaje de las mismas cartas magnas, que se validen a nivel internacional, para la conformación de estas naciones, o en su defecto de la única nación que contenga a todos y cada uno de los pobres desperdigados por los diferentes rincones del mundo.
La nación de los pobres, en su conformación, debe solamente existir en la sinrazón de que la pobreza sea aceptada, es decir no combatida por los otros no pobres que habiten en los diversos países del mundo. La constitución de este hermanamiento, que respondería a una reacción obligada de supervivencia, dibujaría una escenografía en la política internacional que establezca lo verdaderamente primordial en la razón de la constitución de las organizaciones por las que se nuclean los seres humanos.
Nada podría discutirse antes, en términos políticos, que no sea, el tomar los caminos más adecuados, para que lo antes posible, mayor cantidad de seres humanos, transiten la senda del abandono de la pobreza.
La nación pobre, mediante una sistematización símil a la democrática, debiera establecer una suerte de elección, en busca de un representante de fuste que oficie de presidente o de primer ministro y que más allá de donde, geográficamente y de acuerdo a las divisiones políticas actualmente reconocidas, estén desperdigados esos pobres, sean principalmente representados por el líder de esta nación que exista al sólo efecto de que el pobre deje de ser tal o al menos, se encamine, un trazo, reconocido a nivel internacional, hacia ello.
Ni el pobre en cuanto a su pobreza, ni el no pobre en la riqueza de su condición de no tal, debieran no accionar en este sentido, para alumbrar una humanidad que se corresponda con lo fundamental en su cometido, que no sea indigna para sí misma, que no se traduzca en la peligrosidad de escindir a otros a los márgenes de lo soportable.
La constitución de la nación pobre es una obligación moral para todos los no pobres que debemos instar, a los que hemos empujado, o los que han caído en la pobreza (para el caso es igual) a que se organicen políticamente, para estar representados en el concierto internacional, mediante quién los represente en la dimensión más auténtica, pura y natural, que es la de la pobreza de la que son víctimas, y de la que deben salir, por un mandato de nuestra propia humanidad.
Sólo de esa nación pobre, de esa estructuración del principal problema a resolver de lo humano, podrá salir algo que signifique una mejora, un giro de nuestra condición y por ende una perspectiva, un pliegue que nos conduzca a un estadio en donde podamos empezar a consensuar, con sentido y razón, mediante otro tipo de preocupaciones que nos embarguen o que nos preocupen y a través de las cuales podamos organizarnos desde tal libertad, conquistada, ganada y vivida, desde la salida de la noción de la pobreza, habiendo constituido para ello, la nación de los pobres, con todos y cada uno de los reconocimientos políticos e institucionales que le podamos otorgar, a lo que no es más que una evidente y palmaria realidad, a la que debemos brindarle el marco formal y de reconocimiento para que deje de ser tal.
La teoría política clásica, sacraliza dentro de las experiencias democráticas representativas, la figura del partido político, dado que a partir de los mismos, mediante los mismos, a instancias de los mismos, los gobernantes, ven impedida, su natural ambición de no incardinarse en los limitantes que implica una institucionalidad democrática, de pretender exonerarse de sí mismos y abrazar con ello, prácticas totalitarias y despóticas, a los únicos efectos de saciar instintos, petulantes de poder, que los situarían en los márgenes de la civilidad tal como lo entendemos, o la pretendemos. Los partidos políticos, además de ser las fronteras naturales en donde se desanda el desasosiego de la posibilidad democrática, son los hogares donde siempre retorna el mariscador, el sitio de referencia, en donde, al final del día, el salvaje, domestica sus furias indómitas y las transige en el devenir de la posibilidad como realidad. El partido político, se constituye en la catedral espiritual, en donde se referencian, tanto los crédulos como los incrédulos de toda comunidad que se precie de tal, la granja donde el rebaño, construye su pastor más que por azar, por necesidad.
En términos pragmáticos, el partido político, es el ámbito natural en donde surgen los candidatos, llamados por ello pre-candidatos, el paso previo, la instancia, anterior y obligada en donde los que después pretendan seducir a la ciudadanía, deben presentar sus credenciales mínimas, básicas y esenciales. El partido político opera, como alter ego, del candidato, luego consagrado funcionario y gobernante, dado que es el sitio en donde naturalmente, debe, al final del día, dar cuenta de sus actos, haciéndose cargo de sus acciones como de sus omisiones. El terreno de lo público, mediatizado por lo mediático y a lo que podrá más luego, penalizar la justicia, no es sino la instancia institucional, más no así la política. Esta diatriba es donde laberínticamente se encuentran nuestras democracias occidentales. Al haberse reducido lo partidocrático, al haberse evaporado su razón de ser, su ética como su estética, se suplió esta funcionalidad, fundamental e indispensable, por la pública institucionalizada. Como el gobernante o funcionario, ya no da razones a sus partidarios, a su partido, sino que lo hace a una ciudadanía, desinteresada, mediante los medios que paga con fondos públicos, litiga contra el otro poder, el judicial, del que forma o conforma, casi siempre desde las sombras. El partido al haberse minimizado a un rol simbólico, a una presencia fantasmagórica, a un cumplimiento liminar de lo normativo, no hace más que manifestarse en su estado febril, que nos anoticia de la enfermedad del cuerpo democrático.
Todas las argucias teóricas e ideológicas no hacen más que contribuir con la dolencia a la que hacemos referencia. Los partidos, ya no deben, ejercer, o pretender siquiera, representación o referencia desde consideraciones teoréticas en el mundo inobjetable, como totalitario, del número, de la cifra, que no es más que multiplicación y acumulación. Descomunal, serie seriada en que nos abstraemos de nuestra condición de lo humano, mediante el señalarnos por intermedio de codificaciones que varían del cero al nueve, acumulándose o apilándose, como queriendo significar algo más de lo que significan; nada.
Los partidos políticos, deben ser recuperados, de acuerdo a la lógica que nos impera. No debiéramos seguir pretendiendo salir de un laberinto que no tiene salida. No habrá más, partido político alguno, que desde la libertad que pueda proponer, represente otra cosa que no sea la realidad económica de cada uno de sus posibles representados.
Esta será la relación más honesta, como taxativa que podremos tener entre representantes y representados en nuestros sistemas democráticos, mediante la institucionalidad de los partidos políticos. Cada cual, deberá representar solo desde lo que puede contener y sostener, que es ni más ni menos que una cifra, un número, como todo en nuestro devenir humano.
Los partidos políticos, deben reconvenirse bajo está lógica, a lo sumo podrán existir, real o auténticamente, tres. El partido de los pobres o de los que no tienen, el partido de los que algo tienen y el partido de los que le sobran. Hablamos desde la economía conceptual que se propone. Es decir en su viaje a la realización, el partido que pretenda representar a los pobres, podrá verse multiplicado en varias posiciones y hasta incluso, ser instado por partidarios de ricos, para socavar el interés de los pobres. Todo esto será plausible como válido, no se busca ni pretende, el imposible de anular las tensiones de lo político y por ende de sus viscosidades. Lo que se anhela, es simplemente, y valga la redundancia, simplificar la representación o la representatividad, respetando o redefiniendo la lógica de los partidos.
Que vote cada quién, ya será cosa, de la libertad política que debiera existir en cada una de las aldeas democráticas que se precien de tal. Lo que no puede o no debe continuar es pretender que la ciudadanía elija en elecciones que no significan nada, pues los partidos se desvirtuaron en su constitución como en su razón de ser.
La única manera de tratar la pobreza es limitarla en su exorbitancia en su inhumana excentricidad. La pobreza constituye una nación de pobres, más allá de territorios y fronteras, la pobreza se ha segmentado, se estableció como cupo de una porción de la totalidad de las experiencias humanas, en donde habita como estado de excepción, más como estado que como excepción. Por el partido de los pobres, debiéramos votar, los que pretendamos eliminarla o combatirla, o al menos tener la democrática posibilidad, de que exista tal cosa, el partido que sólo y única o primordialmente, represente, la pobreza como para pretender combatirla o erradicarla, mediante el voto, a través del sufragio, de un sobre o un papel, ingresando a una urna, tal como un alimento podría o debería ingresar en los desesperados estómagos de un hambriento sin que esto sea o represente un derecho o una novedad, sino una obviedad cotidiana, una imagen, democrática, de todos los días.
“Tomando las tesis de origen corporativo, se denuncia el anacronismo de la representación partidista y claman por una representación de los intereses oficialmente reconocida por la Constitución” (Aron, R. “Ensayo sobre las libertades”. Alianza Editorial. 1966. Madrid. Pág. 176).
Que podamos llevar a cabo este desarrollo teórico con las modificaciones que se deban realizar, incluyendo incluso sólo algunos aspectos de lo trazado, ya sería un primer paso que daría sentido a brindar un corpus normativo, que como tal, se constituya en una piedra basal, en el plano general de obra que luego se ejecuten en el campo de la acción política, para que cada vez más ciudadanos (subyugados a la condición de pertenecientes a una horda) puedan finalmente ser tales y lograr salir o evitar el estrago doloso de la pobreza de la que cada vez menos podemos ufanarnos de no padecer.